
En la antigüedad, el predicador cristiano más famoso fue San Juan Crisóstomo.
Sus sermones todavía conmueven hoy a los que los leen, después de quince siglos de haber sido pronunciados.
Este fogoso orador escribió un bellísimo tratado acerca del sacerdocio y allí dice lo siguiente respecto de la predicación: «Tan importante es la predicación que los apóstoles dejaron los demás ministerios y oficios para dedicarse a predicar».
Lo que más les importaba no era hacer milagros, sino predicar, evangelizar, no dejar de propagar la Palabra de Dios.
Para que un sacerdote sea fiel a sus sagrados deberes es necesario no sólo que predique mucho, sino que se dedique con toda su alma a preparar lo mejor posible sus sermones y a adquirir cuanto más pueda las mejores cualidades de un buen orador.
Cuando una ciudad tiene buenos y expertos defensores más difícilmente caen en poder del enemigo.
Cuando los cristianos tienen unos buenos predicadores que les enseñen bien a defenderse de los enemigos del alma, las caídas en poder del mal serán menos numerosas.
Todo cristiano necesita de buenos predicadores que le enseñen a defenderse de los ataques del mal.
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